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sábado, 6 de febrero de 2010

Sobre el Defensor de la Comunidad Universitaria. Por Miguel Celemín Matachana*

La Sociedad, a la que toda Universidad que se precie de serlo, reconoce siempre servir, se queja en algunas ocasiones, y con no poca razón, del escaso conocimiento que tiene del funcionamiento de tan importante Institución. No se trata de enviar a las redacciones de los periódicos o a las emisoras de radio y televisión resúmenes de la normativa reguladora de su funcionamiento, sino más bien de, por ejemplo, mostrar a la Sociedad que la Universidad tiene una estructura que, bien aprovechada, permitiría que sus titulados no sólo pudieran llegar a ser buenos profesionales, sino también ciudadanos conscientes de la responsabilidad de serlo, algo que se hace especialmente apreciable ante el deterioro actual del sistema educativo y por ende, también del sistema político, porque yo creo que lo primero conduce a lo segundo.
Muchas han sido las páginas escritas a favor del “Pacto educativo” desde que el Ministro de Educación lanzara su propuesta. Pues bien, la Universidad, cada una de las universidades españolas, tiene la oportunidad de contribuir a ese Pacto de muchas formas; entre ellas, haciendo realidad la participación de la Comunidad Universitaria en los asuntos que le son propios, como por ejemplo, la elaboración de los planes de estudio. En el momento presente, con un reto de la trascendencia del que supone el Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), ha vuelto a ocurrir que no siempre ha habido tiempo para que la comunidad universitaria de cada centro debatiera adecuadamente el contenido de los planes de estudio de sus titulaciones y especialmente, la forma de incorporar los cambios que exige la Ley, eso sí, con el menor coste para la calidad de la formación universitaria.
No sé si habrá ocasión para continuar con la iniciativa -que se abre con esta contribución- de quien no fue llamado por Dios a recorrer los caminos que desde hace algún tiempo ha empezado a transitar. Ni siquiera le conviene hacerlo, sabiendo, como sabe, que hay muchos universitarios que lo hacen mucho mejor, con lo que se expone a recibir las merecidas críticas por tanto atrevimiento. Si a pesar de saberlo, escribe, es entre otras cosas, porque también hace tiempo que ha aprendido cuán cierto es aquello que escribiera Arnold Joseph Toynbee (1889-1975): El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por los que sí se interesan.
España ha sufrido -y continúa sufriendo- las consecuencias de los errores cometidos por algunos de los que sí se interesan por la política, y lo ha hecho de muchas formas, pero en los últimos tiempos llama la atención que no pocos de quienes se dedican a la política –en las diferentes modalidades de hacerlo, entre las que hay que incluir las que ofrece la Universidad-, empiecen a comportarse de forma tan desconsiderada con quienes les votaron como para ignorarlos –y perseguirlos, si llegara el caso-, porque, entre otras cosas, parecen albergar la creencia de que forman parte de una casta que detenta el Poder y que nunca lo abandonarán.
La Sociedad debe saber que la Universidad cuenta con una estructura que reproduce, en no poca medida, la que existe en aquélla. Si hay ocasión, en otro momento se ampliará esta idea; lo que se pretende ahora es ilustrarla señalando que la Institución Universitaria cuenta, por ejemplo, con la relevante figura del Defensor de la Comunidad Universitaria (DCU), comparable, dentro de un orden, con la que con similar denominación, existe en las Comunidades Autónomas del Estado Español y, por supuesto, con la que también cuenta éste, así como otros estados de nuestro entorno.
No debería parecer exagerada la importancia que el autor de este texto reconoce al DCU, porque no debería serlo la de quien tiene como función defender los derechos y las libertades de los sectores de la Universidad: personal docente e investigador (PDI), estudiantes, y personal de administración y servicios (PAS). La situación del DCU no es, en opinión del firmante, la que debería ser, y no lo es porque la Universidad no siempre le ha dado el estatus que debería tener.
El reconocimiento que el autor querría que tuviera el DCU empezaría por asegurar que cuando se le elige, existe la opción de hacerlo con el mejor de los candidatos y éste es quien demuestre la mayor aptitud y crédito para tan importante cargo. Por sorprendente que parezca, es muy raro que en la universidad, un candidato que no sea el que aspire a ocupar el Rectorado, se esfuerce en pensar en los demás, en redactar el correspondiente programa electoral para, entre otras cosas, tener algo de lo que responder, si resultara elegido. Y claro que hay cargos de servicio universitario que deberían tener que pensar en un programa. Se trataría de que cuando se convocaran elecciones a Defensor de la Comunidad Universitaria, la universidad abriera un plazo para que los candidatos presentaran su programa y que éstos fueran difundidos a través de la web institucional, para que estudiantes, PDI y PAS lo conocieran y conocieran también la existencia del DCU, algo que no siempre ocurre.
En el reconocimiento académico del DCU desempeña un papel fundamental la libertad en el momento de votar. Al que escribe le costó tiempo entender que uno de los aspectos más perversos de la denominada endogamia universitaria es que algunos universitarios parecen confundir lealtad con fidelidad. Hay que señalar, en su descargo -porque la heroicidad no es exigible-, que cierto ambiente, ciertos usos académicos, no favorecen las posiciones independientes. No obstante, quien ostenta la condición de funcionario tiene muy difícil explicar por qué obedece instrucciones que sólo persiguen perpetuar un casi siempre injusto estado de cosas, dificultando, si no impidiendo, el ejercicio libre e independiente del voto. Y evidentemente que no sucedería tal cosa si el Rector -o quien puede ejercer influencias- guarda para sí el nombre de su candidato.
Si el DCU es elegido de acuerdo con un programa, se habrá dado el primer paso en la difícil tarea de formar buenos ciudadanos. Porque buenos ciudadanos serán, sin duda, quienes no sólo votan un buen programa -como cabe esperar que sea el del Defensor-, sino que también saben pedir explicaciones sobre su cumplimiento, por lo que será muy difícil que éste sea ignorado por su autor. Y es que, como las palabras mueven, pero los ejemplos arrastran, es probable que el ejemplo del DCU llevará a que los electores se acostumbren a elegir a sus representantes sabiendo antes para qué, y a exigirles que den cuentas de ello. Nada mejor para que los estudiantes -y todos- aprendamos a hacernos respetar por nuestros representantes políticos. Así quizá, algún día, tal vez empiecen a cambiar las cosas en España.
*Miguel Celemín Matachana es catedrático E.U. de Física Aplicada de la Universidad de León.

2 comentarios:

  1. Como es lógico, a quien, en su caso, más podría interesar el texto que en este espacio puede ser comentado, es al Defensor de la Comunidad Universitaria de nuestra universidad. Es por ello por lo que se le envió una copia, días después de que fuera elegido en el Claustro del pasado mes de diciembre, si bien, hasta la fecha, no se ha tenido respuesta ni acuse de recibo.

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  2. Gracias por tan razonada exposición. Que tristeza el panorama político y peor aún que se supone que es reflejo de la sociedad.

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