FANECA

sábado, 8 de mayo de 2010

Sobre áreas de conocimiento. Por Antonio Miguel Nogués Pedregal*

Excepto los eremitas impenitentes, el resto de los seres humanos tenemos una natural tendencia a agruparnos. En el grupo siempre hemos encontrado seguridad ante las amenazas de un entorno hostil, bienestar, confortabilidad y, sobre todo, los medios necesarios para la supervivencia como especie. Es esta característica naturalmente social de los seres humanos la que nos lleva a formar toda suerte de asociaciones: desde las formas más simples de asociación, como pueden ser la familia o el grupo de amigos, hasta las formas más complejas de integración socio-política como pueden ser el estado o los organismos internacionales. Entre ambas, todo un abanico de manifestaciones de asociacionismo formal e informal como son clubes de fútbol, amigos del buen vivir, hermandades religiosas, fratrías, partidos políticos, asociaciones de vecinos, colectivos de aficionados al billar a tres bandas… que, en líneas generales, tienen como característica central una comunión de intereses y un sentimiento subjetivo de constituir un todo, que diría Max Weber. Sin embargo, por unas razones que están por concretar, esta misma tendencia natural a la creación social de grupos, corre pareja con otra tendencia, histórica esta vez, que construye a esos grupos de manera excluyente entre sí. Esta oposición, basada en las dualidades muy estudiadas por Lévi-Strauss, entre el nosotros y el ellos se manifiesta, por lo general, en forma de rivalidad simbólica en fiestas, encuentros deportivos, uso de términos, etc. Esta polaridad impide que, por ejemplo, salvo casos extremos de desdoblamiento de personalidad, alguien pueda ser socio del Real Madrid y del Barcelona, o católico y protestante al mismo tiempo. Desgraciadamente, esa mutua exterioridad con la que se construyen los grupos culturales llega incluso a materializarse en la eliminación física del contrario.

La rivalidad que se mantiene en el plano simbólico es muy efectiva, pues su manifestación estética (en atuendos, habla, lugares de encuentro…) sirve como identificador y aglutinante del grupo, y de cohesión frente a otros grupos. Ahora bien, mientras que en determinados contextos una fuerte identidad grupal garantiza la continuidad del conjunto y enriquece la pluralidad cultural de la que disfrutamos en el mundo, se convierte, sin embargo, en un lastre cuando de lo que hablamos es de la generación de conocimiento. Porque es de eso, y no de otra cosa, de lo que deberíamos estar hablando cuando hablamos de la Universidad y del Plan de Bolonia, sobre todo, si realmente queremos construir lo que quiera que sea una sociedad del conocimiento.

En España la universidad agrupa administrativamente a los estudiantes en Facultades o en Escuelas dependiendo de las titulaciones que cursen. Para organizar la docencia, por otra parte, se agrupa al profesorado en departamentos que, en líneas generales, son unidades de carácter organizativo que facilitan la gestión de los asuntos diarios. Dentro de los departamentos existen, de manera muy discreta, las áreas de conocimiento. No obstante este silente e incluso afónico papel, son las áreas las que, en último extremo, imparten la docencia y forman a los profesores y profesoras de universidad. Voy a defender que lo que habría de servir para organizar la docencia y la carrera académica del profesorado universitario, se ha convertido en unos de los principales, si no el principal, obstáculo para una verdadera modernización de la universidad española y que, por tanto, habría que buscar un modelo alternativo de organización.

Las áreas de conocimiento se establecieron por primera vez en España en 1984, y definían los distintos “campos del saber caracterizados por la homogeneidad de su objeto de conocimiento, una común tradición histórica y la existencia de comunidades de investigadores, nacionales o internacionales” (R.D. 1988/84). El objetivo inicial que pudieron tener aquellas parcelaciones fue la de tabular el sistema de acceso a la carrera docente universitaria. Un acceso que se venía haciendo en función de las necesidades de cada una de las algo más de 3.000 asignaturas que existían entonces en el panorama universitario español: desde la álgebra que se impartía en las Facultades de Matemáticas y de Ciencias hasta la urbanística-I que se impartía en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura. Una fragmentación académica que, sin duda, dificultaba una gestión eficaz de los recursos disponibles. Pero claro, lo que ocurre con las buenas ideas es que, a continuación, las tenemos que implementar las personas, con nuestros defectos y nuestras virtudes. Así, las prácticas cotidianas extendieron la antigua vinculación de carácter vasallático que existía entre el catedrático de una asignatura y su adjunto, a un colectivo de profesores que, en virtud de esa tabulación administrativa del 84, comenzó a verse y, por tanto, a construir su distintividad como grupo. No sólo se había fragmentado el conocimiento, como dijeron los más críticos entonces, sino que se abortó su propia posibilidad, afirmo yo ahora.

Esta absoluta exterioridad de unas áreas respecto a otras, transformó los campos del saber en nuevos espacios de poder en los que, desde luego, el análisis micro-político de Foucault alcanza su máxima potencialidad. Cada área era, por real decreto, la legítima propietaria de un “objeto de conocimiento” y, en consecuencia, la única capacitada para impartir su docencia, establecer los criterios que debían de cumplir los llamados a su seno y marcar su ritmo de entrada… ahora tú, ahora aquél, ahora ésta, ahora yo. Los neófitos, enculturados a través de sutiles prácticas disciplinarias (en ambas acepciones), naturalizaban el carácter distintivo del grupo y fortalecían sus lazos de unión ante un ambiente que, con cada cambio ministerial, se volvía más hostil.

El proceso de Bolonia nos ofrece el laboratorio de experimentación perfecto para demostrar la validez de la hipótesis que defiendo: la organización académica en áreas de conocimiento no solo merma la calidad de la enseñanza sino que obstaculiza la movilidad del profesorado e impide la generación de buenos investigadores y pensadores y, en consecuencia, hunde aún más a la universidad pública española en ese fangal de mediocridad que, ahora también, mantendrá a la mayoría de nuestros egresados e investigadores mal preparados y peor pagados.

Analicemos por ejemplo el diseño de los nuovi planes de estudio; y pongo nuevos en italiano y en cursiva porque, ironías de la historia, tanto Bolonia como Lampedusa han resultado estar unidas por algo más que por su pertenencia a un mismo estado.

Mantengo que los planes de estudios más que adaptados a Bolonia, se han hecho…alla bolognesa. Los nuevos planes se han convertido en un campo social, diría Bourdieu, en el que los distintos actores universitarios despliegan sus estrategias no como miembros de una comunidad universitaria en su conjunto, ni siquiera como miembros de una universidad concreta, sino como profesores y profesoras de un área de conocimiento: es decir, como afiliados que fueron acogidos en el seno de una disciplina (de nuevo, en ambas acepciones), y fueron formados para mantener el monopolio sobre el “objeto de estudio” lo que, por ende, aseguraba la reproducción académica del grupo.

Ciertamente, nadie puede ser tan iluso de pensar que esto iba a ocurrir de otro modo; y, quizás por eso, no hay que criticarlo. Porque es que de hecho, tampoco se puede esperar que otro tipo de organización o estructura organizativa no fuese a producir resultados similares. Lo que sí quiero plantear es que otro sistema de organización del profesorado y de la docencia podría servir, al menos sobre el papel e incluso con sus defectos, para permitir que la universidad española (a) generase conocimiento competitivo, (b) mejorase la calidad de su enseñanza, (c) facilitase la movilidad del profesorado –cosa impensable con este sistema, (d) privilegiara el pensamiento crítico y (e) la competitividad laboral de sus egresados quienes, a su vez, podrían obtener empleos de mejor cualificación que los que tienen ahora.

Dado que la tabulación en áreas de conocimiento ha provocado una vergonzante situación clientelar, así como un progresivo aislamiento disciplinario y un proceso de endoalimentación muy pernicioso, y dado que en la actualidad la producción de conocimiento pasa, no sólo por la interdisciplinariedad sino casi por la transdisciplinariedad, imaginemos por un momento que desaparecen las áreas de conocimiento. Nos encontraríamos pues que, por cuestiones de organización administrativa, tendríamos que adscribir al profesorado a alguna unidad. Pensemos a continuación que, por ejemplo, y en nuestra doble condición de docentes e investigadores, dicha unidad (llámese cátedra, departamento o grupo de investigación) tuviese algunas de las características de los actuales institutos de investigación; es decir, un personal cualificado que trabaja sobre una temática determinada, con capacidad de contratación y con cierta capacidad para la gestión financiera. Paralelamente, pensemos que existiese una estructura docente que agrupa a los estudiantes, como la que ya tenemos, con un responsable al frente (decano/a) y varios jefes de estudios (vice-) responsables de unos grados que se nutren del personal de estas unidades. O sea, un sistema que, en líneas generales y así descrito, no difiere mucho del que tenemos en la actualidad.

Sin embargo intuyo que hay una gran diferencia. Al desplazar el motivo de identificación grupal de la disciplina de origen a la temática de investigación, cabría esperar que, las posibles prácticas endogámicas que se generasen en el corto medio plazo, no mermasen los contenidos centrales de la investigación, puesto que ésta se vería enriquecida con las aportaciones de personal proveniente de diferentes procesos formativos. Mientras que en la actualidad casi la totalidad de los profesores de un área de conocimiento tienen una formación académica casi idéntica, en eso se basa la política de reclutamiento de hoy, en una nueva organización con unidades cuyo distintivo fuese la temática de estudio sería más fácil encontrar procesos interdisciplinares de generación de conocimiento. Es decir, y por poner un sencillo ejemplo, sería agrupar en una misma unidad organizativa (cátedra, departamento o grupo de investigación) no tanto a los que hubiesen estudiado empresariales, sino a aquellos profesores e investigadoras que trabajasen en cuestiones relacionadas con los procesos turísticos desde la antropología, la economía, la psicología, la estadística, la sociología, la historia, la arquitectura de paisajes…. Parece evidente que con este modelo, mucho más flexible y que fomenta la movilidad entre unidades, es más factible esperar investigaciones transdisciplinares (y por tanto más competitivas a nivel internacional) que en una estructura como la que tenemos donde los lazos de dependencia disciplinaria son irrompibles. Asimismo, tanto el reclutamiento como la promoción se haría no tanto en función de una trayectoria disciplinaria concreta, sino en función de la proyección investigadora del grupo y de las necesidades docente de cada grado dentro, por supuesto, del esquema general y de las posibilidades presupuestarias de cada universidad.

Porque vincular esta estructura de organización del personal universitario con la docencia, no debería resultar difícil. Con unas unidades especializadas en temáticas que, lógicamente y según la línea estratégica de cada universidad, deberían ser complementarias entre sí, es mucho más fácil construir grados distintivos y competitivos como urge Bolonia. De este modo, incluso cuando la endogamia volviese a instalarse en estas unidades pluridisciplinares, al menos los estudiantes seguirían recibiendo una docencia de calidad, ya que la endogamia no afectaría a los contenidos centrales del grado porque estos serían de manera independiente por los centros (facultades o escuelas). Cosa que no ocurre en la actualidad porque el diseño de los nuovi planes de estudio, se está realizando en muchas universidades en función de la distribución del poder académico y del profesorado de las distintas áreas de conocimiento, lo que repercute directa y negativamente en los contenidos centrales del grado. Podría hacerse de otra manera, quizás no. Pero no estaría mal intentarlo.

Hasta aquí un esbozo del planteamiento. Desde aquí, la obligación de "pensar contra las ideas" (que diría Agustín García Calvo), formular preguntas incisivas y proponer alternativas que, aunque no alteren el orden actual de las cosas, sí lo contaminen un poco.
*Antonio Miguel Nogués Pedregal es profesor titular de universidad de Antropología Social de la Universidad Miguel Hernández de Elche.

4 comentarios:

  1. Solo puedo decir: QUE GRAN ANÁLISIS DE LA SITUACIÓN

    ResponderEliminar
  2. Gracias por el análisis

    ResponderEliminar
  3. Lo "común a todos es el pensar" contra o a favor de las ideas "pero, siendo la razón común, viven los más, como teniendo cada
    uno un pensamiento privado suyo". Heraclito.

    ResponderEliminar
  4. Carlos Fructuoso. Historiador y antropólogo3 de agosto de 2011, 9:22

    Lo más curioso es que los poseen la capacidad de decidir en las universidades conocen perfectamente las ideas que planteas, pero no son capaces de ver más allá de sus despachos. Los próceres académicos carecen en este sentido de mirada antropológica, y lo que es peor, les encanta jugar a ser Dios.
    Como tú bien señalas Antonio, los modos por los que los bienpensantes, que no librepensantes, marcan los límites entre el "nosotros" y el "ellos", generan las diferencias sobre las que se construyen las áreas de conocimento. Espacios de relación clientelar carentes de análisis crítico.
    Al final, si lo que se pretende es crear áreas de conocimiento especializadas en mediocridad unidisciplinar donde no se genere conocimiento sino que símplemente se reproduzca, vamos por buen camino.
    Carlos Fructuoso.
    Historiador y antropólogo social.

    ResponderEliminar