FANECA

domingo, 20 de marzo de 2011

Para qué las becas (no de estudios) en la universidad. Por Miguel Díaz y García Conlledo*

No me refiero principalmente en esta ocasión a las becas (públicas, que son las que pagamos todos) para cursar estudios (de cualquier nivel, pero sobre todo de Licenciatura, Ingeniería, Diplomatura, Ingeniería Técnica –hasta ahora- o Grado) en la Universidad (de ahí el título). Su concesión se basa sobre todo en criterios económicos, para facilitar el acceso a esos estudios a personas cuyos ingresos (propios o familiares) les harían imposible cursarlos, lo cual parece lógico y acorde con la igualdad de posibilidades de acceso a esos estudios y la no discriminación por razones económicas. A esos requisitos suelen unirse, sobre todo para el mantenimiento de las becas, otros de un cierto rendimiento académico, lo cual también parece lógico, pues, garantizada la no discriminación por aquellas razones, la universidad debe reservarse a quienes cumplan unos mínimos de rendimiento académico y primar a quienes brillen en tal aspecto. La igualación en este terreno es falsa democracia, pura demagogia y populismo barato.

Otra cosa es si los requisitos económicos y de rendimiento académico que se establecen son los realmente adecuados para garantizar los fines mencionados, si garantizan de verdad la igualdad en el acceso (por ejemplo, también en la elección de la universidad) y si la exigencia académica no acaba resultando de facto (pues, repito, en teoría es, desde luego, un requisito razonable) un factor de discriminación (económica), dado que bien poco se les exige en ese terreno a los alumnos “de pago”. Naturalmente, la solución no pasa por eliminar o reducir tales exigencias a los becados, sino por endurecerlas (también) para “los otros”. Pero, como digo, no es este mi principal objeto de reflexión, aunque la preocupación por eliminar o reducir el “fracaso escolar” (lo entrecomillo por lo manido y vacío, a fuerza de usarla, de la expresión) que muestran las autoridades universitarias (en sentido amplio: desde responsables políticos a quienes rigen las universidades concretas –con excepciones, como siempre) a la “spanish boloñesa” no auguran nada bueno en este sentido.

Mi preocupación aquí son las becas (públicas) de formación del profesorado universitario y las becas de investigación en general. La diferencia fundamental entre unas y otras en el nivel básico, orientado a la realización de una tesis doctoral (FPU: formación del profesorado universitario, FPI: formación del personal investigador: aquí puede verse la convocatoria FPU de este año y aquí la FPI), y al menos en el nivel estatal (en otros niveles territoriales existen diferentes modalidades) la constituye hoy en día que las primeras son más abiertas y las segundas se vinculan a un proyecto de investigación (no a cualquiera, sino a unos previamente seleccionados), resultando en las primeras fundamental (únicos criterios de selección) el expediente académico y el curriculum del candidato, así como el del profesor o investigador que se hará cargo de la dirección de la tesis y el historial del grupo en que se integrará el becario (básicamente en el aspecto investigador) y la memoria de la tesis que se piensa desarrollar, mientras que en las segundas lo que más pesa, aunque no lo único (también el expediente académico del candidato y otros méritos), es el juicio del investigador principal del proyecto sobre la idoneidad del perfil del candidato para integrarse en este.

Muchos aspectos de estas becas podrían discutirse: desde su propia dotación económica (o, en ocasiones, la puntualidad en los pagos) hasta la limitación de la posibilidad de concurrir a ellas en razón del año de terminación de estudios o lo excesivamente tajante de la división entre los dos tipos de becas señalados y sus respectivos criterios de selección, si bien es justo reconocer que se han realizado esfuerzos por mejorarlas, como la propia elevación (aunque modesta) de su cuantía económica, las facilidades para la movilidad anual financiada a centros de prestigio del titular de la beca o la conversión de la beca en un contrato en prácticas o de investigación en los últimos años de disfrute (o incluso antes, si se dan ciertos requisitos), entre otros.

Lo que principalmente me preocupa hoy es el futuro de esos becarios/contratados (y de otros, de algunos de los cuales enseguida hablaré). Es evidente que la principal finalidad de las becas/contratos es formar profesorado universitario (así reza el título de una de las clases de becas mencionadas), con especial incidencia en el aspecto investigador (la tesis doctoral y la investigación son y deben ser sin duda elementos distintivos de la universidad, sin menosprecio de la actividad docente, que, por lo demás, debería ir vinculada a la investigadora) o de personal investigador vinculado a un grupo investigador (universitario o de otros centros reconocidos de investigación), resultando escasas las posibilidades de dedicación docente en ambos casos, que en las convocatorias se limitan a la fase de contrato y a unas horas (no muchas) al año.

Cierto es que, especialmente en las segundas y en determinados sectores (básicamente los relacionados con las ciencias biomédicas y las ingenierías, aunque no en todos), la formación del investigador puede servir mucho a la investigación posterior en empresas o, en general, en lo que se denomina el sector productivo, si bien ello se puede potenciar y alcanzar mediante contratos, proyectos y becas precisamente convocadas y financiadas por esos beneficiarios (que, a su vez reciben subvenciones o beneficios de distinto orden por su inversión en la sacrosanta –en teoría- I+D+I). De modo que todas las becas/contratos (públicos) que nos ocupan parece que se orientan a la formación (básicamente en investigación) de personas para su integración en el profesorado universitario o en grupos de investigación vinculados a la universidad u otros organismos públicos de investigación, entre otras cosas con la labor fundamental de la continuidad y renovación o rejuvenecimiento de las plantillas y los equipos.

Pues bien: esos fines son casi de imposible cumplimiento en un gran número de universidades y grupos de investigación. En el segundo caso, por falta casi absoluta (enseguida mencionaré excepciones) de posibilidades de continuidad (sin ser rico de familia o pasar hambre y entendiendo lógica la pretensión de una vinculación formal y no puramente honorífica) en el grupo y en la actividad investigadora. Y en el primero porque en muchas universidades el único (o casi) criterio de dotación de plazas es el de la carga docente del área de conocimiento, que (con razón) no se ha tenido en cuenta a la hora de seleccionar el beneficiario de la beca/contrato. Con ello, además de cercenarse las posibilidades de crecimiento y desarrollo de la investigación en ciertas áreas (las pequeñas, sobre todo), con independencia de sus méritos, condena al becario/contratado que ha cumplido con los fines de la beca (en caso contrario la situación sería otra) en muchísimas ocasiones no sólo a interrumpir su carrera como profesor o investigador, sino a una mayor dificultad de incorporarse a una actividad profesional cualificada, como le correspondería, máxime en áreas del saber (como, por ejemplo, el Derecho) en que el doctorado y la investigación distan de ser valoradas suficientemente en España (al contrario, a veces se entienden como un tiempo perdido para ir tomando experiencia en la actividad profesional correspondiente), aunque no siempre en otros países. Y todo se agrava en épocas de crisis económica como la actual.

Todo lo anterior supone una contradicción en un país que necesita rejuvenecer su personal universitario e investigador y potenciar estos sectores, que invierte dinero sin recoger los frutos, que ahorra en el corto plazo (no dando salida a los becarios/contratados) sin darse cuenta de la pérdida de inversión y valor futuro que ello supone.

Ante esta situación, caben básicamente dos salidas. La primera sería reconocer la impotencia y renunciar (o reducir al máximo, por ejemplo, vinculándolas sólo a necesidades docentes de las áreas de conocimiento) a la convocatoria de becas. Con ello, habría notable disminución de frustraciones de expectativas, pero se trata de una pésima solución para el futuro de las universidades, los centros públicos de investigación y, en definitiva, el propio país.

La segunda, claramente preferible, consistiría en establecer mecanismos que garantizaran las posibilidades de continuidad del becario que cumple. Parece claro que muchas universidades no están en condiciones o no están dispuestas a hacerlo, por lo que estimo (con pocas esperanzas, desde luego) que la solución debería venir “de arriba” (ya sé que me arriesgo a que los devotos de la autonomía universitaria pongan el grito en el cielo y me llamen de todo, pero no me importa).

Desde luego, la situación actual está conduciendo, al menos en determinadas áreas, a muchos investigadores responsables de grupos y proyectos a elegir como beneficiarios de sus becas a personas que no sean españolas y no alberguen expectativas de quedarse en España al terminar su formación. Nada que objetar a que se elija los mejores con independencia de su nacionalidad (y, más aún, de su “regionalidad”), pero desde luego es triste e intolerable que los ciudadanos de un Estado (¡el convocante!) queden de facto excluidos y que las becas acaben cumpliendo finalmente una función sólo de formación de investigadores extranjeros, normalmente de países en vías de desarrollo, para lo que, por cierto, ya existen (afortunadamente) convocatorias específicas. Y, en definitiva, es lamentable que un país renuncie e renovar (con nacionales o extranjeros) su plantilla universitaria e investigadora.

Pero he dicho antes que existen excepciones a la imposibilidad de continuar en la actividad investigadora tras la primera beca si no hay plaza universitaria. Algunas son becas o contratos que prevén ciertas universidades o, más frecuentemente, algunas (por lo que sé, no muchas, comunidades autónomas). Pero volvamos al plano general o estatal (a propósito estoy eludiendo el variopinto nivel supraestatal, en el que no deciden nuestras autoridades universitarias, en sentido, otra vez, amplio). Las dos vías más importantes, desde hace aproximadamente diez años, de incorporación de doctores a nuestro cuerpo de investigadores son las que ofrecen los programas Juan de la Cierva y Ramón y Cajal (aquí puede verse la convocatoria de este año). Me voy a centrar en el Ramón y Cajal, por tratarse del nivel más alto y exigente. Su filosofía inicial y, al menos en parte, actual, era, en términos generales aunque un tanto imprecisos, la recuperación de “jóvenes cerebros” que habían desarrollado su etapa investigadora predoctoral y, sobre todo, primera postdoctoral en universidades o centros de investigación extranjeros de prestigio. He formado dos veces parte de la comisión (o como se llame) de selección de Derecho de esos contratos, la última el curso pasado (sí, pese a renegar tanto, acabo diciendo sí a esas cosas). Doy fe de que los candidatos, en su inmensa mayoría, presentaban un curriculum que para sí quisieran muchos contratados fijos o profesores funcionarios de nuestras universidades. Y, sin embargo, los “elegidos” finalmente no pasan de tres en la rama de Derecho y, con casi total seguridad, la proporción entre solicitantes y seleccionados no será mucho mayor en otras áreas del saber.

Podría pensarse que, tras tan estricta selección, los “Ramones y Cajales” disfrutan de una cierta estabilidad, si no eterna, al menos medianamente indefinida. Pues no, en principio, su contrato (tampoco lujoso, aunque digno, en cuanto a dotación económica) dura cinco años, que anteriormente financiaba el Estado y ahora lo hacen este y la respectiva Comunidad Autónoma. Y, a los cinco años, ¿qué? Pues, al principio, a cruzar los dedos y a esperar que hubiera dotación de plaza docente o investigadora por las vías habituales. Después, en un alarde de sensatez, nuestras autoridades inventaron el programa I3 (aquí pueden verse las bases reguladoras), en virtud del cual los “Ramones y Cajales” (aunque no sólo ellos) con resultados satisfactorios y evaluados podrían optar a una plaza de contratado estable (Profesor Contratado Doctor) por una vía alternativa a la acreditación y a la (eventual) convocatoria ordinaria de una plaza de esa categoría por la universidad de turno, además con una menor dedicación docente inicial, plaza a cuya financiación contribuiría durante un tiempo la correspondiente Comunidad Autónoma con un presupuesto independiente del general dedicado a universidades.

No parece del todo un mal sistema, aunque nada sencillo ni exento de dificultades, para integrar, en el más bajo escalón de personal docente e investigador estable, a doctores especialmente viajeros y brillantes que, además, cumplen con creces en su primera etapa de “vuelta a casa”.

Pues la realidad es bastante más dura que todo eso. Aunque las estimaciones son variables, parece que en los últimos años (y la tendencia es hacia abajo) el sistema no ha logrado estabilizar a más de un 25 % de los “Ramones y Cajales”, muchos de los cuales abandonaron en su día plazas más o menos estables (y, a menudo, bastante mejor remuneradas que los contratos de cinco años y las plazas a las que posteriormente podrían acceder en España) de investigador en prestigiosas universidades o instituciones extranjeras. A ello se une la propia política de algunas (presumo que cada vez serán más) universidades que, para cuando se acaban las ayudas estatales y autonómicas, se plantean establecer requisitos de permanencia nuevamente basados en gran medida en la proporción entre carga y capacidad docente del área, pervirtiendo gravemente la razón del complejo sistema Ramón y Cajal, basado sobre todo en la excelencia (claramente contrastada) en la investigación y en la incorporación excepcional al sistema en virtud de ella.

Todo ello contrasta con la facilidad con que algunos jóvenes investigadores (sin discutir sus posibles méritos) se incorporan a algunas universidades que, en virtud de su autonomía y, naturalmente, de la generosidad o tolerancia de la Comunidad Autónoma competente, convocan plazas de Ayudante, de las que cabe suponer (y además parece lógico) que, si la persona en cuestión cumple con lo que debe (cabe sospechar que, a veces, incluso si no cumple, pero no contemplemos esta malévola hipótesis), arrancará una carrera académica que, como mínimo, alcanzará una plaza de profesor contratado estable. Y no lo critico. Sólo subrayo un contraste más, fruto en buena medida de esa interesadamente sacralizada por muchos autonomía universitaria.

Algún amigo que, con razón, señala que los blogs, si quieren tener algún efecto (o bastantes lectores), deben caracterizarse por entradas cortas y contundentes, estará al borde de la desesperación (o plenamente sumido en ella, si ha llegado hasta aquí), pero, ¡qué le vamos a hacer: así es uno! (aunque hago propósito de la enmienda). Por ello concluyo: algo huele a podrido en Dinamarca … digo en España.

*Miguel Díaz y García Conlledo es catedrático de Derecho penal de la Universidad de León y coeditor de Faneca.

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